La lucha de los Cubanos por la Independencia
Por Pedro V. Roig
Nota A Nuestros Lectores
The Cuban Center for Strategic Studies publicará el libro “La lucha de los Cubanos por la Independencia,(1895-1898) escrita por el historiador y veterano de la Brigada 2506 Pedro Roig. Esta lúcida narración es como señala Carlos Alberto Montaner en el prólogo “una síntesis inteligente que pone al alcance del lector lo que fué el momento crucial, el parto de la nación cubana”.
Este libro fue originalmente publicado por Ediciones Universal con el título, “La Guerra de Martí”. La segunda edición analiza los hechos con nuevos datos y excelentes reflexiones históricas.
De forma que cada semana, recibirán los lectores un capítulo de la guerra necesaria forjada en la predica del apostol Jose Marti, y el decisivo apoyo del Titán de Bronce, Antonio Maceo y el Legendario Maximo Gomez, dando inició a la heroica epopeya por la Independencia del archipielago Cubano.
Pedro Roig es un historiador devoto de la libertad que mantiene viva la fé en el destino democrático de la Patria Mambisa. Con esta obra Roig logra que podamos tener una idea racional sobre el sacrifico de los cubanos en nuestra gesta gloriosa y quizás encontrar el camino que nos ayude a sacarla de este pobre y desdichado destino actual.
Aprendamos con este regalo de historia pasada que tambien nos enseña los errores y logros del devenir cubano.
– Juan Manuel Salvat.
PROLOGO
Este libro pertenece a un particular género de la historiografía: la historia bélica. Con buena mano, esto es, con buen criterio, el doctor Pedro Roig pasa revista a la guerra de 1895- 98, advierte los antecedentes, contabiliza los efectivos, describe las batallas y anota las consecuencias.
El resultado es un libro documentado y ameno, por el dominio profundo del tema y la prosa directa en que está escrito, e importante por la habilidad con que el historiador ha sabido seleccionar los aspectos esenciales de este cruento episodio, mientras perfilaba detalladamente a los principales protagonistas del drama. El autor ha hecho una síntesis inteligente que pone al alcance del lector —presumiblemente joven— una vista panorámica de lo que fue el momento crucial, el parto de la nación cubana.
De ahí que Roig se haya limitado a la Guerra del 95, aún comprendiendo que la del 68, liquidada diez años más tarde en el Zanjón, o la relampagueante del ’79, que intentara Calixto García, pertenecía al mismo proceso histórico. Hay, sin embargo, una diferencia que legitima el estudio aislado de la guerra del ’95: aunque la mayor parte de los jefes militares son veteranos de las contiendas anteriores, la generación que convoca a la última guerra es otra, y la dirige un joven, José Martí, al que Máximo Gómez casi le doblaba la edad. En el exilio se había producido una especie de relevo generacional y una nueva hornada de combatientes aparece en el horizonte de Cuba.
Casi todos los pueblos antiguos cristalizaron en torno a las hazañas bélicas de las guerras fundadoras. La tribu veneraba a sus héroes y perpetuaba la memoria de éstos repitiendo constantemente la epopeya. Este rito poético es una de las formas que tienen los grupos humanos de galvanizar. Para pertenecer a una misma comunidad, a una misma tribu o nación, como se suele llamar a las tribus más complejas—, no basta compartir un idioma y unas costumbres. Es necesario asumir un pasado, casi siempre heroico, y reverenciar en ceremonias solemnes.
Los pueblos de América Latina no son una excepción a esta regla. La epopeya fundacional son las guerras de independencia, y quienes las hicieron posible —Bolívar, San Martín, Martí— los héroes adorados que sirvieron de base para formar las nacientes nacionalidades. En cierto sentido este libro del historiador Roig es un instrumento del culto nacional cubano aunque tenga la inocente apariencia de una equilibrada monografía de historia bélica. En esos tres terribles años de 1895 a 1898, tríada en la que desapareció un décimo de la población cubana y fue arrasada casi toda la riqueza azucarera, que era casi toda la riqueza que existía, se acabó de troquelar la vacilante nacionalidad y se dio el paso definitivo de montar patria aparte. Por eso es tan importante conocer a fondo qué ocurrió en ese trágico período.
Pedro Roig ha tenido el buen gusto de contar la guerra sin hacer apología de la violencia. Y esto es importante, porque la penitencia de los pueblos que nacen en olor de heroísmo es vivir repitiendo los ademanes violentos. Quizás una de las diferencias básicas entre el comportamiento pacífico de la sociedad norteamericana y los encontronazos de América Latina, deriva de las diferentes devociones históricas. Mientras los norteamericanos reverencian, en primer lugar, a los colonizadores europeos, a los “padres fundadores” que iban conquistando territorios para el arado, la biblia y la escuela, nosotros no reconocemos otros padres fundadores que los que desataron y ganaron las guerras de independencia.
En nuestros países existe una fascinación especial por las figuras violentas y por quienes reclutan para la guerra. La historia de Cuba, en alguna medida, es la historia de un pueblo que periódicamente recurre a la violencia para solventar sus dificultades. Es la historia de una tribu—en el sentido que el sociólogo Jaúregui le da a la palabra— que ha preferido siempre la hazaña guerrera a la persuasión serena y negociadora. Ojalá que esa tendencia cambie, porque de lo contrario el castrismo no será el último episodio de horror de nuestra desventurada república. Tal vez este libro, que cuenta nuestra guerra más importante, paradójicamente contribuya a silenciar nuestros cañones y a darle paso a la palabra.
– Carlos Alberto Montaner
Introducción
por Pedro Roig
La historia de la nación cubana tiene su génesis en la cátedra del presbítero José Agustín Caballero, en el Colegio Seminario de San Carlos. En aquella Cuba primitiva y balbuceante de finales del siglo XVIII, la tribuna docente del insigne maestro fue la raíz vital de nuestra conciencia colectiva, sembrando en su magisterio la simiente de la nación embrionaria. Agustín Caballero expuso la necesidad de reformar el gobierno colonial de la Isla y, aunque moderado en sus planteamientos, su cátedra plasmó la conciencia crítica y formó intelectualmente a aquella generación que, según frase de Enrique José Varona, fue “verdadera alborada de la sociedad cubana”.
En 1811, el gran siglo XIX cubano, se ilumina bajo la influencia de otro gran maestro. Ese año, Félix Varela, discípulo de Agustín Caballero, ocupó su cátedra en el Colegio Seminario de San Carlos. Mientras Agustín Caballero habló de reformas administrativas, Varela desarrolló su pensamiento político basado en los derechos y libertades individuales, repudiando el despotismo político y la corrupción. Varela minó los cimientos de la colonia, sembrando el descontento en la autoridad centralizadora del gobierno Español.
En 1821 Varela fue elegido diputado a las Cortes en Madrid. Su vigencia iba a ser corta pero su influencia como precursor del pensamiento cubano fue enorme. De Varela dirá José de la Luz y Caballero que “fue el primero que nos enseñó a pensar”. España lo vio como un cubano perturbador, pero sus estudiantes del seminario, entre los que sobresalieron José de la Luz y Caballero y José Antonio Saco, percibieron en el maestro un brote de conciencia precoz y sobre el sólido cimiento de esta personalidad excepcional se inspiraron sus discípulos para perfilar la identidad de pueblo con alma propia y conciencia de nación.
El Padre Varela fue el primer cubano independentista que planteó el problema del gobierno propio en forma sistemática y lógica. Con Varela se establece una nueva dimensión política, y se perfila la naciente identidad criolla haciendo más acentuada la diferencia entre Españoles y Cubanos En Félix Varela hay una evolución desde el reformismo moderado hasta el franco desacato a la institución colonial.
José Antonio Saco, el gran doctrinario de la primera generación del “Siglo de Oro Cubano”, se formó en el seminario de San Carlos, siendo discípulo de Félix Varela. Saco recibió en aquellas aulas la enorme influencia de los enciclopedistas franceses y se inició como catedrático de esa institución en 1821, o sea, a los 24 años de edad.
Su estilo es sobrio, las metáforas no recargan su prosa, Saco es un formidable escritor que utiliza la pluma para convencer. Es el político de fina sensibilidad que vive una dramática contradicción, pues a lo largo de su vida presiente que España no aceptará nunca la fórmula autonomista y así escribe: “los que aspiran a que Cuba tenga un gobierno como el del Canadá corren tras una quimera”. Sin embargo, tampoco se sintió atraído por el llamado a la Guerra de Independencia de Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868. Su obra monumental fue “Historia de la esclavitud”. ( 2 vols., 1875-1879). Saco murió en Barcelona.
José de la Luz y Caballero, alumno, como Saco, del Padre Varela, no tiene como maestro la vehemencia radical que lo empuja al enfrentamiento con la sociedad colonial; sin embargo, su enorme talento pedagógico lo sitúa como el más notable maestro cubano del siglo XIX, y es precisamente desde su cátedra donde realizó la obra en virtud de la cual la sociedad cubana le rinde un permanente tributo.
Las ideas filosóficas de Luz y Caballero descansan en el sistema experimental, influido como estaba por las prédicas de sus maestros en el Seminario de San Carlos, aunque el método no fue cartesiano sino el de las ciencias naturales. Observación, experimentación e inducción. La formulación de sus ideas filosóficas fue poco ordenada y fragmentaria, siendo los valores religiosos, en coexistencia con el racionalismo científico, su nota trascendente.
En 1848 fundó en La Habana su colegio de El Salvador donde dio culminación a su apostolado de maestro. En aquellas paredes se refugió el pensamiento reformista de los precursores, Agustín Caballero, Félix Varela, y José Antonio Saco, su íntimo amigo. El pensamiento de Luz y Caballero vibró en las aulas donde se formaron muchos de los hombres de la segunda generación de cubanos de aquel siglo. Ignacio Agramonte, Manuel Sanguily y Pedro Figueredo, y Jose Maria Mendive que fue maestro y mentor de Jose Marti entre otros, compartieron las prédicas del maestro que educaba moralmente la conciencia de los cubanos, perfilando los criterios éticos que estallaron, rebeldes y resueltos, el 10 de octubre de 1868 en aquella alborada de La Demajagua.
José de la Luz y Caballero pertenece a lo más insigne de la generación prerrevolucionaria, coincidiendo con Saco en la opinión de que los cubanos de su época no estaban social y políticamente preparados para hacer la revolución. La educación era, para Luz y Caballero, la única forma con que el cubano podía prepararse para el gobierno independiente, sintetizando todas sus ideas sobre el derecho de los criollos a gobernarse con la siguiente frase: “Tengamos el magisterio y Cuba será nuestra”.
En referencia al grupo de intelectuales cubanos que precede al surgimiento de Enrique José Varona, el filósofo de la generación de la República, el profesor de Princeton Warner Fite, comparando la historia de la filosofía norteamericana con la cubana de idéntica época, luego de examinar las obras de Caballero, de Luz y de Varela, declara: “I doubt if we could show as much interest in abstract philosophy, for that time, as these volumes show for Cuba” En Félix Varela ve con sorpresa a un sacerdote que “escribe como John Stuart Mill y como los empiristas ingleses”. A Luz y Caballero lo considera como “una figura noble e impresionante”.
Con razón ha dicho Marcelino Menéndez y Pelayo quien solo pudo conocer la filosofía cubana a través de los datos fragmentarios de su tiempo, que Cuba, en ochenta años del siglo XIX, “ha producido a la sombra de la bandera de la Madre Patria, una literatura igual, cuando menos, en cantidad y calidad, a la de cualquiera de los grandes estados americanos independientes, y una cultura científica y filosófica que todavía no ha amanecido en muchos de ellos”.
El camagüeyano Ignacio Agramonte fue, quizás, el más insigne discípulo de José de la Luz y Caballero; y junto con el oriental Carlos Manuel de Céspedes, simbolizan las aspiraciones e ideales de aquella generación que el 10 de octubre de 1868 iniciaron la guerra que culminó en el encuentro definitivo de las masas criollas con su identidad nacional.
Fue precisamente uno de sus discípulos, el talentoso Manuel Sanguily el que mejor resumió el impacto del educador en la sociedad cubana: “Quiso serenar la conciencia pero al cabo la perturbó”. Los alumnos de José de la Luz y Caballero se fueron a la guerra. Pedro Figueredo escribió las estrofas del Himno Nacional en las calles de Bayamo, y se las entregó a Cuba como una oración a los que sacrificaban sus vidas útiles en el altar de la Patria. ¡Los cubanos ya tenían Patria! Poco importaba entonces que no fuera sentimiento de todos, que fuera todavía colonia de España.
Aquella minoría de jóvenes nacionalistas la habían descubierto en las prédicas de sus maestros y la sentían inflamarse en el pecho. Cada latido era un palpitar de la Patria nueva, de la Patria joven como ellos y así se fueron a la guerra, entonando el himno de Bayamo que los invitaba a la independencia o a la muerte. “Al combate corred bayameses que la patria os contempla orgullosa no temáis una muerte gloriosa que morir por la patria es vivir”.
El desgaste de ambos combatientes impuso la paz. Por parte de España, con el tesoro arruinado, no se podía ya contar ni con lo necesario para atender a los alimentos, al vestuario, ni a los soldados enfermos; y por la de los insurrectos cubanos, los celos y las rencillas de los jefes, con sus estrechos regionalismos, fueron factores que contribuyeron a fortalecer la inteligente política de fuerza, soborno y benevolencia, aplicada por el Capitán General Arsenio Martínez Campos y que culminó en el llamado “Pacto del Zanjón”, firmado el 10 de febrero de 1878.
El general Antonio Maceo rechazó la capitulación del Zanjón y en una entrevista sostenida con Martínez Campos, en los Mangos de Baraguá, indicó su propósito de continuar la guerra en Oriente. El gesto de Maceo no fue secundado, y comprendiendo la imposibilidad de continuar la lucha en condiciones tan adversas, se trasladó con autorización del Capitán General, en un buque de guerra español, a la isla de Jamaica. Pero la protesta de Baraguá sembró una semilla de inconformidad que, como consigna de redención, germinará diecisiete años después, en los campos de Oriente. Desde ese día, los hombres de Baraguá marcharon a la vanguardia de la lucha por la libertad.
La Paz del Zanjón fue la obra de Arsenio Martínez Campos, que demostró su autoridad como jefe militar mezclada con la habilidad del político. El Capitán General hizo su entrada triunfal en La Habana, a la cabeza del ejército. Pacificada la Isla de Cuba, Martínez Campos regresó a la península, aclamado por la nación española, agradecida con su triunfo en Cuba. La monarquía que había restaurado en Sagunto se consolidaba con la paz. Aunque el Gobernador Joaquín Jovellar no se hizo ilusiones, en una carta enviada a Madrid, escribía:” El país en su totalidad es insurrecto y de la raíces de esta guerra saldrá la otra”. Sus palabras fueron proféticas. El impulso heroico, dio vida a la conciencia nacional en la generación de Jose Martí que floreció de entre las brumas de aquel inmenso sacrificio.
Cuba había sido independiente en la manigua. El impacto de este hecho se sintió en toda su formidable magnitud al producirse el relevo generacional que simbolizó el Partido Revolucionario Cubano, de José Martí. Esta Guerra fue, sin duda, la gran escuela militar del ejército cubano, donde se formaron los oficiales que años más tarde encabezaron la revolución de 1895.
GENERALES DEL EJÉRCITO LIBERTADOR (1895-1898)
GRADOS | GUERRA DE 1895 | VETERANOS GUERRA 1868-1878 |
Mayor General | 27 | 25 |
General de División | 32 | 19 |
General de Brigada | 81 | 38 |
Total de Generales | 140 | 82 |
Martínez Campos intuyó este peligro potencial cuando señaló: “que no necesitaron en el 68 tener cargos públicos para sublevarse, y hoy son aguerridos, y si entre ellos no hay grandes generales, hay lo que necesitan, notables guerrilleros…”.
Según plantea Ramiro Guerra, la contienda que terminó en el Zanjón cumplió otra función más alta, en el proceso de la definitiva creación y consolidación de la nacionalidad cubana. “Una patria es, en su esencia, un ser histórico, una entidad moral con un pasado y un porvenir. Requiere poseer un patrimonio espiritual de gloria y heroísmo, de epopeya y de leyenda. No hay pueblo fuerte ni nacionalidad robusta que no lo posea. A Cuba le faltaba antes del 68, en gran parte, ese patrimonio, y la Guerra de los Diez Años se lo creó riquísimo e insuperable. Después del Zanjón, y no obstante éste, Cuba poseyó una alta tradición patriótica que reverenciar y amar”. Manuel Sanguily, discípulo de José de la Luz y Caballero, y compañero de aulas y de armas de Ignacio Agramonte, evidenció en su análisis crítico del Zanjón el sentimiento colectivo de la nación cubana, que fue en la derrota “dolor ingente de una gestación fecunda .Hemos sido largo espacio (10 años) lo que ansiabamos ser… por eso, rendidos infortunados y por eso, muertos venerados, somos siempre cubanos. ¡HONOR A LOS VENCIDOS!”.
El día primero de agosto de 1878, a los tres meses escasos de la salida de Antonio Maceo de la Isla, en el “Fernando el Carólico”, que lo condujo a Kingston, Jamaica, como exiliado, se fundó en La Habana, el partido que al principio se llamó Liberal y que, posteriormente, con las demandas de reformas políticas que incluían la autonomía colonial, fue conocido como el partido Autonomista, donde se agruparon los cubanos más ricos e ilustrados de la época, y que fue el partido de la oposición colonial hasta la fundación del Partido Revolucionario de José Martí.
El gran vocero del autonomismo lo fue Rafael Montoro y Valdés, la más alta expresión de la oratoria cubana por su amplia cultura y su elocuencia metódica y contundente. El ímpetu pacifista que imprimió a su política el autonomismo agrupó a una verdadera legión de jóvenes reformistas, ilustres oradores como José Antonio Cortina, editor de la “Revista Cubana “. José María Gálvez,presidente del Partido, quien exhibía cálidos argumentos; Eliseo Giberga, vehemente expositor de la conciliación política; Miguel Figueroa, que en magnífica pieza oratoria exigió la abolición inmediata y completa de la esclavitud, y Rafael Fernández de Castro, el más radical de los jóvenes autonomistas, que llegó a bordear los límites del ideal de independencia.
El historiador marxista, Raúl Roa, los ha calificado como el partido de los terratenientes, de los contrarrevolucionarios, y de los neo anexionistas.Sin embargo, un análisis más objetivo y desapasionado nos señala que el Partido Autonomista llenó durante la larga tregua del Zanjón a Baire, el vacío político dejado por los independentistas, dispersos y divididos en pugnas personales.
Es indudable que oradores de los quilates de Montoro, Cortina, Giberga, Gálvez, Figueroa y Fernández de Castro hicieron vibrar las tribunas públicas enfrentando todas las injusticias coloniales y exigiendo todas las reformas políticas y administrativas, exceptuando la Independencia. Los autonomistas aspiran a resolver los problemas de Cuba, dentro del sistema político español pero su gran error fue la ingenua creencia de que España haría los cambios y reformas necesarias para impulsar una pacífica evolución política hacia el autogobierno local y su última oportunidad de reivindicarse con la causa de la libertad de Cuba se marchitó en los albores de la revolución de Marti, al proclamar su adhesión a la metrópoli colonial, siendo esta claudicación del talento una prueba de que por quince años habían sido leales a sus postulados de un gobierno autonomista bajo las leyes españolas. España tuvo en los Autonomistas su mejor carta de triunfo; no la supieron aprovechar o quizás no la llegaron a entender. Para los españoles intransigentes, el autonomismo fue sospechoso de deslealtad, para los revolucionarios cubanos fue sinónimo de traición.
La vida política del llamado “reposo turbulento” incluye, además, de los grupos Independentistas y Autonomistas, el partido de la Unión Constitucional que reunió a los peninsulares residentes en la Isla. La mayoría de los comerciantes y detallistas españoles no tenían nada que ganar con la independencia de Cuba. La seguridad de sus intereses económicos y privilegios políticos descansaba en el Ejército Español y las reformas políticas eran peligrosas.
La feroz intransigencia le restó flexibilidad a la política de Madrid. Los dos grandes estadistas españoles de esta época: Sagasta y Cánovas del Castillo vislumbraron la inminencia de una guerra separatista en Cuba pero no pudieron encontrar una solución pacífica y honorable. La empobrecida y políticamente decrépita sociedad española se aferraba a Cuba, como si fuera su último suspiro de gloria imperial, negándose a ofrecer a los cubanos, sus reclamos de autonomía, como Inglaterra había dispuesto con Canadá.
En Washington, la joven república, desplegaba sus alas, para ocupar su rango de rica potencia mundial, y Cuba era cada día más atractiva para los crecientes factores expansionistas en Estados Unidos . España no comprendía que era corto el tiempo. Los pocos políticos reformistas españoles advertían la urgencia de acelerar las libertades ciudadanas en Cuba, señalando que se estaban creando las condiciones para una rebelión y que el pueblo cubano “estaba herido por el desengaño y la paciencia agotada por el sufrimiento”. De forma que la guerra en Cuba y el desastre de España se hicieron inevitables.
– Pedro V. Roig
*Pedro Roig is Executive Director of the Cuban Center for Strategic Studies. Roig is an attorney and historian that has written several books, including the Death of a Dream: A History of Cuba. He is a veteran of the Brigade 2506.